sábado, 14 de junio de 2014

Camino a Bagua

Tuvimos que sortear a las barras bravas de Alianza y de Universitario para tomar el bus hacia la Amazonía. Así empezó mi viaje después de siete años de haber llegado por primera vez a Río Santiago, el hogar de los awajún y los wampis.

Dieciocho horas me esperaban en el bus que la tarde del domingo dejó las inmediaciones del Estadio Nacional, en Lima, en medio de policías a caballo y gente corriendo por la avenida Paseo de la República para huir de los grupos de barristas que no habían entrado al estadio a ver el clásico del fútbol peruano.

Cinco horas después de la partida, ya fuera de Lima, a las 9 de la noche, me pongo a escribir sobre este viaje que al fin encontró un tiempo para cumplirse. Llevo para eso una pequeña lista de contactos de personas que desde hace días me está ayudando a organizar mi recorrido por la selva, desde Bagua hasta Río Santiago. Llevo también los equipos que siempre me acompañan. Y sobre todo, llevo las ganas de encontrar las historias que quieran ser contadas.

Viajo, como no podía ser de otra forma, como periodista. Esta vez llevo comisión propia, pensada en solitario, pero organizada con la ayuda de varias personas, como siempre sucede cuando se trazan rutas para conocer historias.

Mis planes de regresar empezaron hace siete años, después de pasar varios días recorriendo las comunidades de Río Santiago entre el asombro y la indignación por encontrar un Perú que prácticamente no existía para los gobiernos, ni para los peruanos que vivimos en las ciudades.

Un Perú donde una hoja de papel bond podía hacer la diferencia en el salón de clase del profesor Bensús Kajekui, de la comunidad San Rafael. Un Perú que mostraba rostros valientes de quienes habían vivido la guerra en la frontera, y aún estaban entusiasmados por construir un país mejor. Un Perú donde el defensor comunitario Marcial López Saravia, que también se encargaba del registro civil, contaba con sabiduría cómo se las ingeniaba para costear su traslado a las comunidades en busca de los niños y adultos que, de no ser por él, no estarían inscritos como peruanos.

En ese momento, la Curva del Diablo no era el lugar de referencia de una masacre absurda y no existía la palabra Baguazo para referirnos a lo que pasó el 5 de junio de 2009 en la Amazonía peruana.

Ahora, mientras voy en este bus me pregunto cómo encontraré a Bagua y a Río Santiago después de siete años de mi primera visita. ¿Encontraré a quienes conocí en las comunidades, en Galilea, en Soledad? ¿Encontraré al profesor Bensús Kajekui con sus alumnos escribiendo en awajún en sus pizarras con tiza? ¿Encontraré a Marino entusiasmado con su proyecto de radio? ¿Encontraré al señor Marcial con su antigua máquina de escribir? ¿Encontraré a la profesora María cantando con sus pequeños del nido?

Y sobre todo me pregunto cómo encontraré el hogar de los awajún y los wampis, después de cinco años de aquel enfrentamiento que lo puso en los ojos del mundo.

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